Mientras Mark Messier, legendario capitán de los New York Rangers, levantaba la Stanley Cup por primera vez en 54 años, los asistentes al Madison Square Garden tocaban el cielo. Sin embargo, el paraíso no se podía sentir más lejos apenas un año antes.
Después de ganar el trofeo del Presidente en la temporada 1991/92, los Rangers circulaban por el camino del éxito. Los aficionados eran optimistas y una pléyade de jugadores importantes permanecieron en la alineación. Nadie en octubre de 1992 pensaba que New York, tras un lento inicio, no sólo no replicaría el triunfo del curso anterior, sino que terminaría último en la división Patrick.
Roger Neilson, entrenador miembro del Salón de la Fama, no congeniaba con Messier y, después de ganar unos mediocres 19 de los primeros 40 partidos, fue reemplazado por Ron Smith. El extremo izquierdo alabó rápidamente a Smith, pero el registro del equipo no mejoró y terminó la campaña con siete derrotas seguidas en casa. Los cánticos de “1940”, año en que los de Manhattan habían ganado su última Copa, cerraron una “temporada desperdiciada”, como la bautizó Rick Resnick, ex editor del Blueshirt Bulletin.
Únicamente 24 horas después, Smith estaba en la calle. Neil Smith, director general, anunció la contratación de Mike Keenan como nuevo primer entrenador. Keenan tenía una reputación de técnico disciplinario y, si algo necesitaban los Rangers, era mano izquierda para volver a la buena forma. El natural de Ontario fue un antídoto válido para un curso que todo el mundo relacionado con el club quería olvidar.
El núcleo de jugadores de New York no cambió en verano. Sin embargo, un momento importante en la historia de la NHL sonrió a la entidad neoyorquina, el draft de expansión de los Florida Panthers y Mighty Ducks of Anaheim. Los Rangers, obligados a proteger en portería a Mike Richter o John Vanbiesbrouck, se decantaron por el primero. Richter cumplió y terminó la temporada regular con un récord de 42-12-6. Hoy se le considera uno de los mejores guardametas en la historia de la franquicia.
Tan pronto como empezó la campaña, Keenan dejó claras sus estrictas intenciones con los Rangers. Su sistema era rígido y las dobles sesiones eran habituales bajo su batuta. Además, si un jugador no rendía, acababa en el banquillo. Tras un comienzo dubitativo, los Blueshirts empezaron a carburar a mediados de noviembre. Cuando llegó el parón por el All-Star, New York lideraba la liga con 63 puntos en su haber y era el mejor equipo en el penalty kill.
Los Rangers no sólo anotaban a un ritmo endiablado, también eran uno de los equipos más fuertes sobre el hielo. Jugadores esculpidos como Jeff Beukeboom, Jay Wells, Joey Kocur o el propio Messier sumaban un palpable elemento de miedo ante los rivales. Asimismo, la primera línea consistía en el de Edmonton rodeado de estrellas como Adam Graves, Brian Leetch y Sergei Zubov. De cara a la postemporada, el ataque de New York era considerado el más temido de la liga.
De las incorporaciones que llegaron durante la temporada, un nombre destaca sobre los demás, Stephane Matteau. Matteau, que aterrizó desde Chicago, protagonizó uno de los momentos más icónicos en la historia del club. Su nombre retumbó en las paredes del Madison cuando anotó, tras girar por detrás de la portería, el gol que clasificó a los Rangers a la final por la Stanley Cup.
En los playoffs, Leetch logró el título de la anotación y se convirtió en el primer estadounidense en ganar el trofeo Conn Smythe. Su magia sobre el hielo resultó esencial en el viaje a los Rangers a la Copa. En el otro extremo de la pista, Richter se estableció como un portero decisivo. El natural de Pennsylvania encajó 2,09 goles de media por partido y detuvo un penalti de Pavel Bure en el cuarto partido de la final.
La confianza de Messier en su equipo otorgó a New York la seguridad que necesitaba para alcanzar el objetivo máximo. El miembro del Salón de la Fama marcó dos veces para eliminar la ventaja de New Jersey en el tercer periodo. Después completó un triplete natural para darle el triunfo a los Rangers. Finalmente, la habilidad con el stick de Alex Kovalev lo aupó a la tercera posición en puntos en las eliminatorias.
El positivismo reinaba en Pennsylvania Plaza antes de los playoffs. Mientras que nadie, excepto Messier, garantizaba nada, una fenomenal temporada regular posicionó bien a los Rangers para tener éxito en la postemporada. Un núcleo fuerte de jugadores, un portero en su mejor momento y un entrenador sin miramientos resultaron en las dieciséis victorias para los Blueshirts. Las décadas de espera agónica habían terminado tras el triunfo de New York, el 14 de junio de 1994, en el séptimo partido contra los Vancouver Canucks. Al fin, aquellos agoreros cánticos de “1940” se apagaron y los aficionados de toda la vida ya podían llegar al cielo en paz.